Vivir en la calle es solo la punta del iceberg de la exclusión residencial
Esta crisis sanitaria ha puesto el hogar en el centro de nuestra vida, en el lugar donde permanecer y desarrollar todas nuestras actividades y relaciones. Y por eso, debemos ser conscientes de la tremenda desventaja que supone estar sin hogar. Reflexiono desde la experiencia de atención a personas sin hogar.
Cuando afrontamos la falta de hogar surge, en primer lugar, la necesidad de pasar la noche, dónde poder dormir de manera segura y tranquila. Pero el hogar es un espacio de privacidad, de descanso y también un lugar donde protegernos de una enfermedad, donde pasar una convalecencia, donde estar aislados por nuestro propio bien y por el de la comunidad. Nuestro hogar es tanto día como noche.
Los servicios de emergencia puestos en marcha en polideportivos municipales generaron un cierto revuelo inicial y fueron objeto de un exceso de escrutinio por parte de vecindarios cercanos que estimaban que las personas allí alojadas estaban disfrutando de ciertos privilegios frente al resto de la población. Pero nada más lejos de la realidad.
A la realidad del sinhogarismo tenemos que acercarnos lejos de los prejuicios negativos pero también lejos de la condescendencia, de la lástima. Lo tenemos que abordar desde la óptica de los derechos humanos, desde el conocimiento real de la situación y tratando de compensar las desventajas de personas que, por múltiples recorridos y trayectorias, por procesos migratorios inconclusos, se encuentran en la calle. Un primer dato esclarecedor: según el último estudio sobre las Personas Sin Hogar en la Comunidad Autónoma (2018), un 25% lleva menos de un año en calle y un total del 52,5 %, menos de 3 años. No hay personas que sean sin hogar, sino que múltiples circunstancias provocan que personas dejen de tener hogar.
De forma metafórica, pero no por ello irreal, nos encontramos con la paradoja de que la sociedad que les cierra las puertas de su entrada ahora se las cierra para no dejarlas salir. Su situación actual de confinamiento es especialmente difícil ya que a la limitación de movimientos que tenemos toda la ciudadanía se unen el tener que vivir en un espacio masivo, adaptado pero no preparado para tener en cuenta la intimidad, el descanso, y convivir con quienes no se han escogido como compañeros y compañeras.
Esta afirmación no es una crítica a la solución articulada, de la que nos sentimos corresponsables, es simplemente constatar la realidad para que podamos hacer una correcta valoración desde nuestros hogares.
Y una consideración adicional que debe ser tenida en cuenta, las personas sin hogar tienen un estado de salud sensiblemente peor que la media, un 42% tiene algún deterioro en su salud frente al 15% de la población, y casi la mitad padece alguna enfermedad crónica o grave.
Pero la situación de vivir en la calle solo es la punta del iceberg de la exclusión residencial. En Euskadi también hay muchas familias que, aun teniendo un lugar físico donde habitar, éste no reúne las condiciones para ser considerado adecuado, bien sea por falta de condiciones materiales, por amenaza de violencia por parte de personas con las que se convive, por inseguridad jurídica, amenaza de desahucio o por hacinamiento.
No tener un hogar es una gran desventaja personal porque afecta a nuestra estructura de oportunidades y hay que recordar que, en la Comunidad Autónoma Vasca la ciudadanía tiene «el derecho a disfrutar de una vivienda digna, adecuada y accesible» (Ley 3/2015). Nuevamente estamos ante una cuestión de derechos.
Para finalizar quiero compartir estas reflexiones.
Esta crisis nos ha igualado mucho, nos ha hecho compartir destino más allá de las diferencias de poder adquisitivo o sociales, nos ha obligado a tener que adoptar las mismas medidas y darnos cuenta de que la solución está en el conjunto. Las grietas sociales constituyen un riesgo, no solamente para aquellas personas que están en medio de ellas, sino incluso para las que puedan sentirse más alejadas. Nadie se salva de manera individual.
La situación de las mujeres sin hogar debe recuperar un lugar central en nuestra atención ya que sufren un grado de vulnerabilidad muy superior al de los hombres. Debemos generar soluciones que superen la masculinización que impera en la mayor parte de los servicios existentes. A este respecto, la emergencia ha vuelto a tapar el incipiente trabajo que se está realizando con perspectiva de género.
La vuelta a la nueva normalidad desde estos recursos va a suponer un reto. Esta crisis nos ha puesto en contacto directo con un mayor número de mujeres y hombres sin hogar y habrá que plantear, desde una óptica innovadora y colaborativa, un esfuerzo de atención, de descongestión, de salidas escalonadas y de distribución territorial equilibrada.
Aitor Ipiña Gallastegi, Gerente de Bizitegi