Disponer de una vivienda para vivir es un derecho universal reconocido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), la Constitución Española (1978) y la Agenda 2030 (cuyo objetivo es conseguir comunidades inclusivas, seguras, resilientes y sostenibles). Sin embargo, la realidad es contradictoria y su acceso se ve dificultado en el proceso, especialmente para colectivos desfavorecidos (diversidad funcional y sociocultural, jóvenes, mujeres monoparentale,…). Los datos nos muestran claramente las características de este obstáculo. En la CAPV, según los datos del Eustat (2019), las personas con necesidad de acceso a su primera vivienda con ingresos insuficientes o inestables son 50.386, es decir, el 41,8% de las personas con necesidad de acceso, mientras que las personas sin ingresos (33.563 personas) suponen el 27,8% de las personas demandantes de vivienda.
Hasta ahora, el principal camino que la sociedad utiliza para la inclusión de las personas ha sido el empleo, pero esta vía de inserción se está incumpliendo porque el mercado de trabajo es incapaz de integrar a todas las personas, o lo consigue en precariedad. Por ello, es necesario articular vías alternativas que permitan procesos reales de emancipación y/o autonomía. El acceso a la vivienda está adquiriendo cada vez más importancia, ya que el alojamiento digno y adecuado es un requisito indispensable para garantizar el proceso de inclusión social. La vulneración reiterada de este derecho repercute negativamente en los procesos personales y sociales, especialmente en los colectivos vulnerables.
Para atender adecuadamente a las personas que viven en situación de vulnerabilidad o con diversidad funcional debemos transmitir apoyos/soportes en la decisión clave de su vida y en las relaciones comunitarias. Para ello, su participación y protagonismo son imprescindibles para anticipar procesos clave de inclusión social. Son ellos los que tienen que decidir dónde, cómo y con quién quieren vivir. Aunque la intervención en la vivienda puede generar mejoras en los ámbitos clínicos y habilidades de la vida cotidiana, también puede crear personas institucionalizadas, si su red social es exclusivamente de compañeros de piso y trabajadores.
Para luchar contra este reto, el Sistema de Servicios Sociales Vascos destaca el papel de los profesionales de la educación social en tres ámbitos: el carácter procesal de la intervención, generando procesos sociales y educativos de cambio; la atención mutua socio-educativa son las herramientas de relación más útiles en el desarrollo de la intervención y la aspiración a una mayor autonomía y mejora de las condiciones de vida en las personas.
El acompañamiento en la vivienda se convierte en un factor de protección, al proporcionar un espacio de estabilidad y seguridad para el crecimiento y desarrollo de la comunidad. Así las cosas, el acompañamiento en la vivienda permite hacer uso consciente de sus derechos sociales y cumplir los requisitos de acceso a las prestaciones sociales para que los ingresos sean suficientes y poder hacer frente a los gastos de la vivienda. También permite desarrollar capacidades de resolución de problemas de convivencia y una mayor autonomía en la vida cotidiana. Además, ayuda a las personas a sentirse más competentes y autónomas y a realizar cambios paulatinos en sus proyectos vitales. Asimismo, refuerza las capacidades de autocuidado, les permite desarrollar competencias relacionadas con la autonomía funcional y reduce su acceso al hospital. Y aumenta la posibilidad de recuperar y construir redes sociales que les proporcionen ayudas no institucionalizadas.
Esta realidad nos obliga a asumir tareas y roles concretos como la flexibilidad en las relaciones recíprocas, la adecuación de las necesidades y deseos de las personas a las que apoyamos en la intervención, la generación de nuevas oportunidades de interacción social, ayudar a resolver los problemas de convivencia, a tomar decisiones sobre su vida y a posibilitar procesos de mejora y cambio personal.
Aitor Alonso Calle
Educador Social en Bizitegi